Por Carlos Ayala Ramírez *
En 1980 fui alumno del padre Ignacio Ellacuría. Estaba por terminar el profesorado para bachillerato en la especialidad de filosofía. La primera asignatura que llevé con él fue “Metafísica de la Realidad I”. Si recuerdo bien, el curso giraba en torno al problema de Dios y uno de los libros clave que estudiamos fue el de Hans Küng, titulado “¿Existe Dios? Respuesta al problema de Dios en nuestro tiempo”. El objetivo del curso era informar y orientar sobre el estado de la “cuestión de Dios”. Considerar a Dios como “problema”, pero no un problema de creencias o de dogmas, sino Dios como “problema de la realidad” (última). Búsqueda de respuestas razonables, pero no definitivas. Ahí comenzó mi amistad con el padre Ellacuría y también el camino que me llevó al Externado. Sin duda que el tema resultó para aquel grupo de estudiantes problematizador e inquietante. Pero también lo era su modo de enseñar; nos ponía a pensar, actitud propia del talante filosófico.
Muchos estudiantes de esa época combinábamos el trabajo con el estudio. Yo laboraba como redactor de un telenoticiero que fue muy conocido en esa década: Teleprensa de El Salvador, cuyo director y propietario era el veterano periodista Guillermo De León. En ocasiones me asignaba hacer algunas entrevistas relacionadas con la crisis política que vivía el país luego del golpe de Estado en octubre de 1979. Dos han sido las actividades en torno a las que ha girado mi vida académica y laboral. Una de ellas está referida a los medios de comunicación social. Mi interés por los medios viene desde que estuve en el Seminario San José de la Montaña.
Pues bien, un día después de una de las clases con el padre Ellacuría, me preguntó qué me gustaba más, si los medios de comunicación o la enseñanza. Le respondí que las dos cosas. Me explicó que el motivo de la pregunta era que en el colegio Externado de San José estaban necesitando un profesor de filosofía. Él tenía dos candidatos: un estudiante jesuita llamado Marcos y yo. No sé qué pasó con el jesuita, el asunto fue que cuando le dije que estaba dispuesto a pasar de los medios a la docencia, me hizo una nota para que la presentara al rector del colegio, padre Santamaría. La entrevista con él fue breve. Leyó la nota y me dijo que debía comenzar lo más pronto posible porque el año lectivo ya había comenzado. Más o menos esas fueron las circunstancias que me llevaron a ser parte del Externado. Es probable que se me olviden otras eventualidades, pues esto ocurrió hace más de 40 años. Hoy recuerdo esta experiencia con gratitud por haber sido parte de esos cien años de amor y servicio educativo que ha hecho tanto bien a estudiantes, docentes y padres de familia.
Trabajé en el Externado desde 1980 a 1990. Una década de crueldad política, social, económica y humana. Una década de guerra civil con sus miles de víctimas. Comenzó con el asesinato de monseñor Romero y terminó con la masacre de la UCA en 1989. Ese fue uno de los contextos más críticos en el que se desarrolló la misión educativa del Externado. Algunos de sus docentes fueron perseguidos, sus instalaciones eran vigiladas y acosadas por escuadrones de la muerte. Ser identificado como parte del Externado o de la UCA en ese momento implicaba correr riesgos frente a los cuerpos o grupos represivos. Eran tiempos difíciles que exigían reciedumbre y compromiso. Ambas actitudes se constataron en aquella comunidad educativa. En medio de las adversidades (ataques por optar por una educación humanizadora, la guerra y el terremoto de 1986) la comunidad del Externado no cesó en la búsqueda de la excelencia humana y académica para sus alumnos y alumnas. Fue una comunidad fiel al sentir ignaciano que pide que el amor se exprese no solo en palabras, sino – sobre todo – en hechos. Un amor que tiene como primer postulado la justicia.
Ahora bien, ¿qué significó para mí ser parte de aquel equipo de maestros y maestras? Esa década fue más de aprendizaje que de enseñanza. Ahí confirmé que la mejor manera de aprender es enseñando. Aprendí que educar es provocar, acompañar, estimular, y evaluar unos procesos personales que parten de la propia realidad e identidad de las personas. Aprendí que el método didáctico debe provocar una actitud activa e interactiva entre docentes y estudiantes. Aprendí que el propósito de la educación jesuita debía ser “formar hombres y mujeres para los demás y con los demás”, que no vivan para sí mismos. Aprendí, en fin, que la excelencia académica debe ir acompañada de la excelencia humana integral y que, sin esta última, la primera pierde vigor y sentido.
Aquel era un trabajo que se realizaba en equipo. Del cuerpo docente recuerdo con aprecio a mis compañeros laicos. Menciono algunos nombres: Eugenio, Sergio, Gerardo, Mauricio, Williams (de grata recordación), José Luis, Francisco, entre otros. También a quienes en aquella década eran estudiantes jesuitas: Ricardo, Manuel, Aníbal, Luis Toro y Hugo. Sin olvidar a los presbíteros amigos: Pepe Santamaría, Javier, Santiago, Ormachea, Carmelo (recientemente fallecido), san Pedro (el hermano fiel).
En esos años conocí a cientos de alumnos. La mayoría de ellos eran jóvenes con olor a esperanza. Algunos de ellos interesados no solo por el saber, sino también por percibir, pensar y actuar en favor de los derechos de los más pobres. Años más tarde me encontré con exalumnos médicos, ingenieros, abogados, arquitectos, economistas, filósofos, periodistas y politólogos con alta sensibilidad social y comprometidos con los derechos humanos de los empobrecidos. Hombres y mujeres que lograron unificar la excelencia humana con la académica.
En 1991 volví a los medios de comunicación. La UCA inauguraba su propia radio: YSUCA y fui nombrado director, cargo que desempeñé por más de 23 años. El desafío era cómo vincular el pensamiento popular con la producción universitaria. Pero eso es otra historia.
Desde el 2015 me he concentrado de nuevo en la docencia. Ahora en el ámbito de la teología y teniendo como principales interlocutores a la población hispana latina que vive en los Estados Unidos. Lo que aprendí en el Externado y en la UCA es mi mayor fortaleza. Mi gratitud por haber sido parte (al menos una década) de esta historia educativa que sigue vigente y con espíritu humano, cristiano e ignaciano.
* Carlos Ayala Ramírez es profesor del Instituto Hispano de la Escuela Jesuita de Teología (Universidad Santa Clara, California) y de la Escuela de Liderazgo Hispano de la Arquidiócesis de San Francisco, California. Profesor jubilado de la UCA El Salvador, exdirector de radio universitaria YSUCA y antiguo docente externadista.