En un artículo anterior señalé la importancia que la aproximación de los estudiantes a la realidad tiene en las instituciones educativas de la Compañía de Jesús, -sea dicha realidad de naturaleza social, económica, política o medioambiental- enfatizando el hecho de que dicho acercamiento es en definitiva una aproximación al rostro del Dios operante, siempre activo y totalmente vigente que se manifiesta en la historia. Pretendo ahora dar un paso adelante y profundizar en este modo de proceder, a partir de la siguiente interrogante: ¿qué debemos de tener en cuenta al momento de allegarnos a la realidad, junto con nuestros alumnos y alumnas, para que dicha experiencia sea significativa e impela acciones posteriores?
A Pedro Arrupe le debemos la reformulación del objetivo de la educación de la Compañía, como “la formación de hombres y mujeres para los demás”. Dicho objetivo resume de manera brillante y creativa el ideal cristiano de la educación que las instituciones de inspiración ignaciana buscan promover. Sin embargo, debemos cuidarnos de vaciarlo de su profundo significado espiritual, tanto como de sus acentuadas implicaciones pedagógicas, hasta transformarlo en una frase hueca carente de sentido.
El significado de la frase es vasto. Se trata de que los estudiantes vean más allá de sus circunstancias inmediatas, perciban la bondad y la maldad que hay en la realidad que los circunda, se conmuevan con el dolor ajeno y a la vez, se comprometan a cambiar dichas circunstancias, a fin de lograr un mundo más justo y más humano. Ya lo decía Sir Robert Baden Powel, fundador del Movimiento Scout Mundial: “ningún hombre puede ser llamado educado, si no tiene una buena voluntad, un deseo y una capacidad entrenada para hacer su parte en el trabajo del mundo”. He allí lo más importante.
La ruta así trazada pasa por la formación de convicciones cristianas y humanas bien arraigadas y de raíces profundas, de manera que no se agoten cuando el sol arrecie ni se ahoguen cuando crezcan los abrojos, cometido que, como resulta lógico, no corresponde únicamente a la escuela. Diseccionar una convicción, como si se tratara del estudio anatómico de algún espécimen vivo, resulta tarea compleja, pero de gran provecho para comprender, al menos de manera rudimentaria, qué podemos hacer como educadores para fomentarlas y para entender el mecanismo interno que nos empuja a actuar en coherencia a lo que creemos en nuestro fuero interno.
Lo primero que salta a la vista es el origen etimológico del término: convicción procede del latín “convictio” y se traduce como un convencimiento, es decir, como una idea fuertemente arraigada, pudiendo ser de naturaleza religiosa, ética e incluso política. A mi entender, una convicción –un convencimiento como está dicho – se constituye de varios niveles. El primero de ellos se desarrolla a nivel puramente intelectivo y se constituye de ideas, conceptos, premisas e intuiciones racionales. Un segundo nivel es imitativo, se nutre del ejemplo y de la práctica continuada, es decir, de la experiencia. Un último y tercer nivel es emocional y conecta con los sentimientos y la emotividad.
Los tres niveles así descritos no son espontáneos, sino que crecen y se perfeccionan a lo largo de los años de manera informal y formal, por los estímulos que brinda el hogar, la escuela y la sociedad en su conjunto. Se interiorizan de manera consciente e inconsciente sobre todo en la infancia en la cual, los adultos que nos rodean juegan un fundamental y condicionante papel.
Ilustremos lo anterior con un ejemplo. La higiene personal es una convicción fuertemente arraigada en la mayoría de las personas, que se fija progresivamente transitando estos niveles. Desde pequeños se nos informa de la existencia de bacterias y gérmenes a nuestro alrededor. Más adelante, ya en la escuela, se nos enseña de manera sistemática los nombres de estos microorganismos, su estructura y forma de reproducción, así como el nombre de las diferentes enfermedades que provocan. Junto con este bombardeo de información, por medio del ejemplo y la práctica, aprendemos la forma adecuada de bañarnos, de lavarnos las manos, los dientes, de arreglarnos el cabello, de preparar los alimentos, etc. Como si todo esto no bastara, se nos sacude emocionalmente de manera continua, intimidándonos con los padecimientos a que nos exponemos por no lavarnos las manos, la burla de la que seremos objeto por no bañarnos, lo feo que lucirán nuestros dientes con caries: un interminable discurso que apela a nuestra estima personal o a las relaciones que establecemos con los demás.
Los niveles de las convicciones o convencimientos antes detallados, nos brindan pistas de la manera en la que debemos aproximar a nuestros jóvenes a la realidad, de forma tal que dicho acercamiento sea efectivo y forje en ellos el tipo de convicciones cristianas y humanas que los transformen en “hombres y mujeres para los demás”. Primariamente, el acercamiento debe ser racionalmente potente, sirviéndonos de la riqueza de las ciencias humanas y sociales con el fin de que éstas apuntalen en el ámbito conceptual y científico, los diversos aspectos –equitativos, justos o injustos e incluso grotescos – del mundo al que pertenecemos. Se trata que ellos y ellas también dominen teorías, hipótesis, cifras y estadísticas que sustenten estos hechos, brindándoles carácter de certeza.
En segundo lugar, es menester que los educandos vivencien esa realidad, la palpen, entren en contacto con ella de manera directa e indirecta. Esta aproximación no siempre se realizará “in situ” como resultará obvio, pero ya sea mediante documentales, foros testimoniales, mesas redondas o conversatorios, habrá que llevar la realidad al aula. Las experiencias de campo son verdaderos libros abiertos de aprendizaje significativo, innovador y activo cuando se acompañan de una posterior reflexión y la guía cercana del maestro.
Finalmente, será preciso pulsar los sentimientos y las emociones, de manera que nuestros jóvenes aprendan a conmoverse con lo que ocurre a su alrededor. No basta con entender racionalmente los hechos. Debemos ser creativos en procurar formas que conecten con los sentimientos y apelen a la inteligencia emocional, que en definitiva es la que tiene que ver con la manera como las personas conocen y controlan sus emociones, motivaciones y energías para influir positivamente en el mundo que los rodea. A las definiciones, conceptos y estadísticas; a los hechos históricos o las noticias de actualidad debemos ponerles rostro humano.
Cabe agregar un detalle importante. Algunas convicciones pueden provenir directamente de Dios, son una gracia divina, como las visiones o arrebatos místicos de origen sobrenatural. Los psicólogos modernos consideran que las mismas son fruto de un tipo de inteligencia poco común, denominado inteligencia intuitiva. Una experiencia de este tipo es referida por San Ignacio de Loyola en su ya conocida iluminación del Cardener.
El Cardener es un río de mediano caudal que cruza Manresa, ciudad ubicada en el corazón de Cataluña. Nace en Port del Comte, en el prepirineo catalán y tiene su desembocadura en el río Llobregat, en el Mediterráneo. El afluente está rodeado de encinos y robledales y en sus márgenes abundan los chopos, álamos, sauces, olmos y fresnos. No es difícil imaginarse a Ignacio de Loyola, una mañana de hace unos quinientos años, caminando junto al río, en dirección a la iglesia de San Pablo.
Habiendo recorrido ya un buen trecho y atravesado algunos campos de cultivo, viñedos y olivares, Ignacio decide descansar un rato frente a la corriente. El reflejo de la luz del sol en las cristalinas aguas sosiega su espíritu, mientras que la brisa mañanera le da de lleno en el rostro. Y entonces ocurre… Ignacio reconoce a Dios en esa brisa suave, no en el fuerte viento, en un gran terremoto, ni en el fuego ardiente. Estando allí sentado “se le empezaron abrir los ojos del entendimiento”, como él mismo lo refiere en su autobiografía, no en forma de una visión sobrenatural, “sino entendiendo y conociendo muchas cosas, tanto de cosas espirituales, como de cosas de la fe y de letras”.
Por lo tanto, para cimentar convicciones cristianas y humanas férreas y perdurables, propias de personas preocupadas por los demás y deseosas de construir un mundo más justo, esforcémonos por trabajar la mente y el corazón de nuestro jóvenes, tanto como de procurar experiencias directas o indirectas significativas. El resto, dejémoselo a Dios, que sabrá abrir los ojos del entendimiento a cada uno, cuando lo considere más oportuno y según su voluntad.
Por Rolando Ernesto Herrera