Educar es mucho más que enseñar hechos, conceptos y principios; se trata también de formar las actitudes y los valores de los estudiantes. El desarrollo intelectual es tan sólo una parte de la formación integral que se persigue como objetivo último de la educación. En efecto, al hablar de educación, de lo que se está hablando es de humanización. Pero, esta educación, este proceso de humanización, ¿es algo que le compete única y exclusivamente a la escuela o al colegio?
Cuando la educación estaba centrada sólo en el desarrollo intelectual de los estudiantes, la función de los padres de familia tenía poca o ninguna relevancia: casi siempre quedaba reducida a colaborar en la elaboración de la tarea escolar o a una mera supervisión del trabajo de los hijos. Pero, desde el concepto ampliado de la enseñanza por el que se aboga en la actualidad, en el que se incluye la formación de las actitudes y los valores, resulta que la implicación de los padres en el trabajo educativo no sólo se vuelve relevante, sino también fundamental y necesario.
Casi siempre la escuela llega tarde cuando se trata de formar las actitudes y los valores de los estudiantes: lo fundamentalmente determinante en el proceso de formación ya se ha aprendido en el hogar y eso será lo que marcará el rumbo. Por otro lado, es natural que las palabras y las acciones de un padre o madre de familia tengan mayor peso e impacto que las de un maestro o una maestra. Desde esta perspectiva, no puede pensarse la tarea educativa como algo que le compete solamente a la escuela, sino como una tarea conjunta entre ésta y el hogar.
Sin embargo, la gran pregunta que surge desde el centro de la escuela es ¿dónde están los padres de familia? ¿Por qué no se involucran en el proceso de formación humana de sus hijos? Y la respuesta casi siempre es la misma: los padres de familia no están o, si están, no están donde deben estar, ni como deben estar… Se olvidaron de educar. Han delegado la responsabilidad de la educación de los hijos a la escuela y al colegio, se ausentaron de ella y se mantienen al margen de la misma, esperando y exigiendo resultados. En el mejor de los casos, siguen realizando labores de ayuda y supervisión de las tareas, pero se les añora cuando se trata de formar las actitudes y los valores de sus hijos.
Lamentablemente, muchos de los estudiantes que todavía tenemos en nuestras escuelas y colegios vivieron la destrucción familiar por causa del conflicto armado y, en esos casos, los padres simplemente no están. Similar situación viven aquellos alumnos cuyos padres –o al menos uno de ellos- han tenido que emigrar a otros países para mejorar su precaria situación económica. Es claro que, en tal condición, es muy poco lo que se puede hacer y la situación, si bien lamentable, no puede más que aceptarse y tratar de salir adelante a pesar de ella. En este caso, la ausencia de la ayuda educativa de los padres no es por negligencia sino simplemente porque no se puede dar. Los vacíos afectivos y la falta de orientación de los estudiantes que corren esta suerte se seguirá sintiendo a flor de piel en las aulas de clase y en todo el quehacer escolar. Nadie puede reemplazar la presencia y el impacto de la figura paterna y materna.
Más lamentable son aquellos casos de estudiantes que todavía tienen la suerte de vivir con sus padres, pero que, en el fondo, es como si no los tuvieran, porque nunca, o casi nunca, están con ellos. Son los padres que están siempre en otro lugar, que no están donde deben estar, porque creen que su deber es estar en otro lado. El tiempo se les va en procurar lo materialmente necesario –y también lo no tan necesario- para el hogar, pero en detrimento de lo que verdaderamente importa. Son los padres que llevan muchas cosas a la casa, pero que nunca están cuando sus hijos les necesitan en sus problemas afectivos. Estos padres son aquellos que pretenden llenar el vacío de su presencia afectiva comprándoles regalos y objetos a sus hijos; son los que, cuando no se dan los resultados académicos que esperan, se conforman con castigarles privándoles de las mismas cosas que les compraron y de los regalos o el viaje que les prometieron, pero que son incapaces de regalarles parte de su tiempo para escucharles o simplemente estar con ellos. Son los que jamás se acercan a la escuela o al colegio para enterarse de la situación académica de sus hijos o se les tiene que forzar para que asistan a las reuniones; son los primeros en sorprenderse de los resultados finales y quieren arreglarlo todo a última hora, cuando ya nada o muy poco se puede hacer. Se rasgan las vestiduras y dicen “¡no me lo explico!”, “¡si les he dado todo!”. Y al final terminan descargando toda la responsabilidad de los malos resultados en el maestro y en la escuela. Son incapaces de relacionar carencia afectiva con fracaso escolar.
Los hijos de estos padres de familia andan solos por la vida, mendigando cariño, buscándolo siempre en otro lugar y queriendo llamar continuamente la atención. Se la pasan desatentos y distraídos en la clase y no logran explicarse las causas de dicha distracción y desatención. Viven angustiadísimos por las notas, puesto que les serán requeridas por sus padres como garantía de que su esfuerzo y su sacrificio han valido la pena. Son los que permanecen todo el día en el colegio aunque sólo estudien una jornada; los eternos olvidados que pasan hambre en la espera y que, muy entrada la tarde o la noche, son recogidos con las prisas y los enojos de siempre y con total indiferencia. Algunos padres, para evitarse el problema de llevarles y traerles, les proporcionan vehículos y otra serie de facilidades por el estilo cuyo uso no supervisan y que termina alimentando su ego y su libertad poco responsable.
En el ámbito educativo, es muy poco lo que se puede esperar de estos padres de familia. Con ellos, la escuela corre la suerte de sus hijos: nunca están cuando se les necesita y sólo se presentan para reclamar y exigir. Muy poco o nada se enteran de los actos y actitudes de sus hijos y no se complican la vida intentando cambiarlas para orientarlas al terreno de lo humano, al terreno del crecimiento personal. En ese sentido, pedirles colaboración es, como se dice, “pedirle peras al olmo”.
El otro grupo de padres de familia lo constituyen los que no están como deben estar. En él, casi siempre se puede encontrar a los padres del grupo anterior, pero estos incorporan una actitud muy lamentable y particular: no sintonizan con los valores educativos de la escuela o del colegio. En ese sentido, no sólo no colaboran con la educación de sus hijos, sino que se convierten en un freno o en un estorbo para la misma. Son los padres que se molestan cuando se sanciona a su hijo por haber copiado en el examen o por haber plagiado un trabajo; son los que ponen el grito en el cielo cuando se corrige a su hijo por no seguir las normas de convivencia de la escuela o por haberle faltado al respeto a sus compañeros o a sus maestros. Para ellos, la mentira, la corrupción, la injusticia, el desprestigio de los demás, etc., son tan normales que son incapaces de entender por qué alguien se puede fijar en semejantes nimiedades. Acostumbrados a eso en la vida social, pretenden que la escuela repita los mismos antivalores o que se haga la del ojo pacho cuando estos se presentan.
Con los hijos de estos padres de familia suele ser muy difícil trabajar. Casi siempre repiten las mismas actitudes y los mismos esquemas morales de sus padres e intentan que la escuela se los apruebe. Se la pasan mintiendo, trampeando, evadiendo responsabilidades, etc., y quieren salir bien librados de ello. En el fondo, saben que tienen el respaldo y el aval de sus padres o que, por lo menos, la sanción y el castigo, si es que llegan, no serán drásticos ni aleccionadores puesto que sus padres no cuentan con la autoridad moral para proferirlo.
Modificar las conductas de este tipo de estudiantes es una tarea ardua y desgastante que la escuela y el colegio tienen que realizarla a solas, porque no encuentran eco en otro lado y porque, en ella, le toca ir totalmente contra corriente. Sociedad y familia van en otra dirección: sus valores y sus intereses coinciden, pero chocan de frente con lo auténticamente educativo.
Cuando de educar se trata, -sea con hijos o con estudiantes- uno tiene que tener bien claro que se va a complicar la vida. Aun así, es una tarea a la que no se puede –no se debe- renunciar por más dura y difícil que sea y por más que se desee. Padres y maestros tendrían que ir por el mismo camino, hacerle de contrapeso a los antivalores de esta sociedad de consumo que invita al hedonismo y al individualismo y que relativiza las tradiciones y los valores que son el fundamento de todo el actuar humano. Mientras la tarea educativa simplemente se delegue porque se cree que otros son los obligados a realizarla, sea que se pague o no por ella, el cambio social, que únicamente es posible mediante una sólida educación, seguirá siendo lo más deseado y lo más esperado.
Todo mundo ve la educación formal como la tarea más necesaria e impostergable de una sociedad. Cada día se exige para ella mayores recursos, un mayor porcentaje del presupuesto nacional, una mejor normativa, maestros mejor preparados, programas de estudio renovados, infraestructura adecuada, etc., pero casi nadie habla de allanarle el camino a la escuela y al colegio procurando políticas que hagan que los caminos de la sociedad, la familia y los de ésta se junten. Mientras los Medios de Comunicación Social, por ejemplo, en aras del mercado y de la libertad de expresión, sigan transmitiendo comerciales con contenidos moralmente cuestionables y mientras la enorme mayoría de padres y madres de familia se sigan manteniendo ausentes o al margen del involucramiento educativo y no hagan frente común con la escuela, la educación formal, esa que debe formar integralmente para la vida, seguirá siendo la que todos quieren, pero también aquella a la que nadie invita a bailar.
Por Héctor Zamora López