¡Oh padre, padre mío, profesor y sacerdote!
Saludando al sol te encuentro con cigarrillo en mano
el humo impasible danza en el viento
mientras descansas en el barandal y pláticas con el cielo
entablando una conversación silenciosa
Tu mirada responde a la belleza que te comunica esta tierra
agradeciendo este momento, observas y contemplas
aquel lugar al que has llamado hogar.
Parado frente a la imagen de una santa,
esta resalta de ti, la fragilidad en la carne
la insignificancia en la estatura,
aquellos detalles de la simpleza humana que te acerca a las creaturas;
humilde y bella simpleza humana,
en comparación de la colosal piedra construida
que se extiende sobre ti, sin vida
celestial, como si solo se tratase de un reflejo de tu alma,
la sombra de lo que tu corazón guarda
y se proyecta en forma de Virgen María.
Padre, tienes una delicadeza, que solo puede compararse,
con el fino hilo de humo que resta del cigarro
y apenas inquieta el ambiente
una característica que has llevado contigo
como si fuese una extensión de tu cuerpo,
un tinte en la tela de tu piel,
que inició a tomar color a medida encontrabas tu vocación,
aún si con el tiempo, de tu piel el color se ha desgastado
y no ha dejado ni el color del cabello,
aun si ya se arruga sobre sí mismo formando pliegues,
estos siguen contando historias,
formando caminos en tu cuerpo
que denotan el cansancio
la madurez y la paz.
Tú, que sembraste una semilla de esperanza en cada mano que tomabas entre las tuyas con un apretón ameno.
Tú, que dirigiste a nosotros la cálida palabra para consolar nuestras angustias
Tú, que cuidaste a la niñez y abrazaste sus almas desahuciadas.
Tú, que como padre, nos cediste tu cariño y como profesor ejerciste tu deber,
te contemplamos,
damos gracias
y te devolvemos los frutos de tu esfuerzo.
Para que cuando venga a nosotros el recuerdo
y nos estremezca la tristeza,
venga a nosotros también esta simpleza y calidez tuya.
Autor de poema: Anónimo